LUIS ROJAS MARCOS Es uno de los psiquiatras más reconocidos del mundo, ha escrito más de una decena de libros con los que ha ayudado a sus lectores a sentirse mejor. Y eso que, de pequeño, no había quien pudiese con él
–Antes lo niños no tenían TDAH, simplemente eran nerviosos,
ya que hasta el año 94 no se diagnosticó este trastorno. ¿Cuándo tomó usted
conciencia de que lo que le sucedía era un Trastorno de Déficit de Atención con
Hiperactividad?
–Recuerdo que en los años 70, cuando estudiaba Psiquiatría
en Nueva York, me daba clases Stella Chess, una especialista muy famosa y
reconocida en Psiquiatría Infantil. Durante una de sus lecciones, explicó un
trastorno relativo a la hiperactividad que iba unido a problemas de niños que
habían sufrido traumas cerebrales o encefalitis. Fuera de eso, que no era mi
caso, la conducta que iba describiendo me sonaba. Niños con mucha energía y
dificultad para controlarla, pero que eran inteligentes. Fue entonces cuando
empecé a pensar si todos mis problemas de la infancia se debían a un trastorno
y no solo a una conducta. En resumen, que me di cuenta cuando ya era mayor y no
tenía remedio [risas].
–Digamos que tuvo una infancia movidita, ¿no es así?
–Sí. Yo era un niño muy travieso. Con 6 y 7 años solía
correr por los tejados de las casas en Sevilla. Los vecinos llamaban a mi madre
y le decían: «¡Mira quién está por ahí!» Y mi madre se horrorizaba. Era un niño
diferente y esa diferencia estaba en la cantidad de energía que tenía y en la
incapacidad para controlarla y, claro, a esa edad lo llevas de un modo que tu
entorno no acepta. Además a eso hay que sumarle la impetuosidad, lo que
provocaba que interrumpiera constantemente a los demás, y que era inagotable.
Yo antes de que el profesor hiciera una pregunta ya tenía la mano levantada. Y
también estaba esa distracción continua que no te dejaba concentrarte y te
hacía moverte de un lado a otro, hablar... Pero antes de conocerse el trastorno
eso era ser un niño malo. Menos mal que a mí me salvaba un poco que era muy
simpático.
–Tendría contentos a los jesuitas donde estudiaba...
–Con 11 años empecé a suspender cada vez más asignaturas.
Estuve siete años en los jesuitas y ya tenía mi fama, así que muchas veces
acababa sentado en la banca negra del fondo de la clase. Y la verdad es que no
me sentía ni mal ni discriminado, aunque ahora lo veo de otro modo. Pero por
aquel entonces los curas hacían lo que podían con toda su buena voluntad. Y no
les culpo porque antes no se sabía nada. Eso sí, al final, con mucho cuidado,
les dijeron a mis padres que era mejor que me llevaron a otro colegio. Acabé en
uno de ‘cateados’.
–Con su trayectoria y su currículo cuesta mucho imaginarle
en ese colegio del que habla.
–Pues tuve mucha suerte, la verdad, porque la directora no
sé qué vio en mí, pero pensó que algo podría rescatarse y me dijo: «A partir de
ahora, tú te sientas en esta primera fila». Claro, yo acababa de salir de un
colegio y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para encauzarme. Además, me
dejaban salir de clase cuando lo necesitaba... Todo aquello me ayudó mucho.
–¿En qué sentido?
–Con el cambio pude crearme mi propia identidad y comencé a
funcionar mejor. Allí nadie sabía nada de mi historia, era nuevo y no tenía
lastre. Ahora se llama reinventarse, y eso fue lo que hice aunque sin darme
cuenta. Me sentía bien al aprobar los exámenes, al ver a mis padres
contentos... Por eso un aspecto que recomiendo a los padres es que si sus hijos
tienen ya la imagen de niño imposible en un colegio que le cambien a otro. Sé,
porque me lo dicen, que es complicado, pero puede ser muy bueno.
–Con nueve años estuvo encerrado en un calabozo, ¿cómo vivió
aquella experiencia?
–Muy mal. Todo comenzó porque un amigo que tenía en el
pueblo de mi madre (Liendo, en Cantabria) me animó a prender fuego en el monte.
La suerte es que se apagó sin mayores consecuencias, pero la Guardia Civil me
encerró en lo que llaman ‘La Perrera’ y pasé allí la noche. Fue entonces cuando
comencé a reflexionar sobre lo que me pasaba, porque sabía que no encajaba y
que algo me sucedía, pero tampoco podía controlarme. No quería hacer daño a
nadie y me preguntaba qué me ocurría, pero nadie era capaz de darme una
explicación. A falta de ese diagnóstico del TDAH, piensas que eres simplemente
malo dada la cultura de aquel momento.
–¿Es angustioso verse sin redención posible?
–Sí. Por eso en Semana Santa yo llegué a salir de Nazareno
hasta con tres cofradías diferentes para ver si esto tenía arreglo. Mi hermana
melliza, que murió, me protegía y me decía: «No te preocupes, Luis, que esto te
va a ayudar». Pero había que verme caminando más rápido que el resto de los
cofrades, saliéndome de la fila....
–Habla de su hermana pero, ¿y sus padres? ¿Cómo vivieron
todo aquello?
–Pues como un problema que tenían tanto ellos como yo porque
entonces el éxito del hijo reflejaba el de los padres. Mi madre, de quién
probablemente heredé el TDAH, lo llevaba mucho mejor que mi padre. A veces se
reía de mis travesuras, lo cual era útil porque el gran peligro de este
problema cuando no es entendido por la familia y la comunidad es que destruye
la autoestima. Ten en cuenta que uno se pregunta si es que no sirve para nada,
si no funciona, y además se ve metido en situaciones que con mala suerte te
pueden llevar a la cárcel. Imagina si llega a haber víctimas en el incendio que
te he comentado...
–¿Hay muchos casos de TDAH que hayan acabado por esa mala
suerte en el mundo de la delincuencia?
–Pues si vas a la cárcel, al menos en EE UU, y entrevistas a
delincuentes de entre 30 y 40 años verás que el 60% son hiperactivos que
cometieron ese fallo primero y ya no pudieron salir de ese mundo. Por eso por
un lado tenemos el camino de la delincuencia y, por otro, el de la depresión si
no tienes suerte o no sigues un tratamiento.
–¿Es que es muy habitual padecer depresión dentro de los
afectados por TDAH?
–Depresión, autocastigo... Hoy sabemos que el suicidio es
más alto en personas con ese trastorno y que no se lo tratan. De hecho la tasa
se incrementa un 15 por ciento.
–Viéndolo así usted es de los que tuvo mucha suerte.
–Sí, y también mucha ayuda. Mi madre estaba convencida de
que la música amansaba a las fieras y un día me dijo: «Lo tuyo es la música,
así que vas a aprender a tocar algún instrumento». Con 9 años tocaba el piano.
Y eso le sirvió a mi hermano Alejandro para jugarse 50 pesetas conmigo a que no
me atrevía a pasarme toda una noche practicando. Yo ya tenía 14 años, pero lo
hice, eso sí con el pedal que amortigua el sonido apretado para no molestar a
los vecinos. Es lo que comentaba. Tienes mucha energía y la puedes emplear en
ganarte esas 50 pesetas o en hacer algo que vaya contra las reglas.
–Y llegó a la Universidad y todo cambió, imagino, porque con
la carrera no tuvo problemas. ¿Descubrió una fórmula de estudio válida para
usted?
–Así es. Aprendí a dividirme los temas en secciones, a
hacerme resúmenes y esquemas y a organizarme, pero sobre todo me ayudó mucho
aceptar que lo que otros compañeros podían aprender en media hora a mí me
llevaría una. Pero para mí eso no es un problema porque tengo todo el tiempo
del mundo, ya que al sobrarme tanta energía me puedo pasar sentado en el
despacho escribiendo ocho o nueve horas. Aprendí a compensar: «Si voy a tardar
más necesitaré dedicarle más tiempo a las tareas», pensé. Era el precio que
tenía que pagar.
–Emigró muy joven a Estados Unidos para estudiar y al final
se quedó a vivir en Nueva York. ¿Se sintió como en casa en la ciudad que nunca
duerme?
–Tengo que reconocer que Nueva York es una ciudad tolerante
y yo me sentí bien nada más llegar. Allí, por ejemplo, yo preguntaba y no esta
mal visto. En aquella época en España cada vez que levantaba la mano para
preguntar algo en clase me jugaba la autoestima de un mes a no ser que la
cuestión que planteara fuera muy inteligente. Allí el profesor siempre
encontraba algo positivo en la pregunta que cada uno hiciera y siempre aportaba
con su respuesta. Encontré esa aceptación que buscaba.
–Ahora es usted padre de un hijo afectado por el TDAH.
Imagino que para él eso ha sido muy positivo.
–Mucho. Es muy bueno conocer a gente con tu mismo problema
porque ayuda muchísimo. Eso y saber que no eres el único en el mundo. El
sentimiento de universalidad es muy terapéutico, por eso funcionan tan bien las
asociaciones en las que gente con un mismo problema se reúnen y hablan de sus
experiencias.
–Por curiosidad, ¿cuándo perdió el pudor de reconocer que
padecía TDAH en público y por qué?
–Pues eso es muy reciente. Diría que la primera vez que
hable de este tema fue hace 6 años. He de señalar que tampoco me lo preguntaban
porque a nadie se le ocurría si había tenido algún problema. Es curioso, pero
la gente cuando funcionas piensa que no los tienes. «A este le va muy bien y no
ha pasado por eso», piensan. Tampoco me sentía cómodo hablando de mi vida.
Pero, como te decía, ha sido recientemente cuando he empezado a ver que quizás
reconocer los propios fallos o limitaciones pueda tener un elemento de ayuda
sobre todo para otros que piensan que esto no tiene solución.
3 comentarios:
Gracias por estar ahí,acabo de confirmar mi sospecha:mi hiji tiene tdh...pero estoy absolutamente sola en la "contención familiar"pero gracias a blogs como el tuyo y a lleer entrevista como ésta ..no me siento sola.Pero no hay nadie así cerca de mí.Un abrazo.Yo también como pude intente compensar y hacerme médico de familia.Te felicito por tu blog!
Sueño con dedicarme a ayudarlos!
Gracias Marta, pues hace mucha falta que los medicos de familia, sepan y entiendan del TDAH, sobre todo porque un diagnostico y traamiento precoz son importantisimas a la hora de prevenir comorbilidades
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